En la bula “Misericordiae Vultus” el Papa Francisco nos invita a celebrar el Sacramento de la Misericordia. Y ofrece también indicaciones muy precisas para que los Confesores lleguen “a serlo” de verdad según el estilo de las parábolas del Padre del Hijo Pródigo y del buen Samaritano.
Pero quizá no hemos reparado suficientemente en el valor de la fórmula sacramental que el presbítero recita y en la que él es re-ubicado en un conjunto simbólico y misterioso. El presbítero no es el dueño del Sacramento. Ha de aprender a formar parte del acontecimiento sacramental. Y quien confiesa su pecado ha de reconocer en qué misterioso espacio es acogido.
— “Ego te absolvo”
Cuando escuchamos la fórmula solemne “Ego te absolvo” (“Yo te absuelvo”), nos sentimos introducidos en un mundo misterioso, conectados con la fuerza que todo lo origina y re-crea. Son palabras que caen sobre nosotros como un rocío, una nevada, un amanecer, un aire fresco, una serenidad gozosa. Marcan un paso, un tránsito, la superación de unos límites, la entrada en un ámbito de libertad.
Los seres humanos somos demasiado limitados, a veces enormemente miserables. Puede que no lo recoznocamos. Tal vez sea instintivo el justificarnos ante los otros y dar razón de cualquiera de nuestras acciones, por más brutal o indecente que parezca a los demás. En el fondo de nosotros, está la conciencia imperturbable, a la que ya no podemos convencer. Desde su morada interior, la conciencia nos dice la pura verdad y siembra en nosotros esa inquietud sorda que nos acompaña, hasta que escuchamos las palabras de absolución o de perdón.
Cuando hacemos el mal no somos libres, por más que nos empeñemos en ello. El mal se apodera de nosotros y nos ata, y re-ata.
Va poco a poco tomando posesión de nuestras zonas libres y las vuelve zonas de esclavitud. ¿Soy libre cuando me siento poseído por la susceptibilidad, la envidia o el odio hacia alguien, por la gula o la lujuria, por la ira o la avaricia, por la soberbia o la pereza? Los llamados siete pecados capitales son los señores que dominan secretamente la vida de muchos humanos, mi pobre y limitada vida. Por eso, ¡qué fantástico es poder escuchar las palabras “ego te absolvo”, yo te absuelvo”, “yo te libero de tus ataduras, yo te declaro libre.
El mal que se apodera de nosotros es, otras veces, público. Pone nuestra dignidad en entredicho. Alguien ha sido testigo del mal que hemos realizado y lo ha ido publicando. Las víctimas de nuestras malas acciones han reaccionado pidiendo justicia. En la sociedad civil o política se restablece la justicia a través de procesos legales y judiciales, de los cuales podemos salir con sentencia condenatoria.
En la Iglesia la sentencia es absolutoria, aunque se establezca que hemos sido culpables. No hay mal, ni pecado, por muy horrible que sea, que no pueda obtener el perdón y la amnistía. Por eso, en la madre iglesia, en todas sus comunidades resuena el “Ego te absolvo” diariamente.
En nuestras comunidades siempre hay perdón Jesús, nuestro Señor y Maestro, nos insistió en ello de modo muy especial. Quería que la disponibilidad para el perdón –¡setenta veces siete!, incluso- fuera señal distintiva. Jesús no se comprometió a asistir a nuestras sentencias condenatorias, sino que apoyó sin reservas nuestras actitudes de perdón y absolución.
Cuando el perdón se debe repetir tantas veces, esto nos indica que cada encuentro sacramental nos hace avanzar en un proceso de transformación. La Iglesia ha aprendido en su experiencia de siglos, que no basta un momento de absolución para toda la vida. Y sí, que las diversas absoluciones han de acompañar nuestro camino de seguimiento de Jesús a lo largo de la vida.
— “… a peccatis tuis”: ¿No es sólo propio de Dios?
Que un presbítero o un obispo se atrevan a perdonar nuestros pecados, ¿no es una osadía excesiva? Si un juez o magistrado absolviera a un culpable, ¿no se excedería en sus competencias?
Si un ministro ordenado osara perdonar delitos graves en la sociedad, en el matrimonio, en la familia, en las relaciones humanas, en la actitud de uno consigo mismo, ¿no estaría excediéndose en sus funciones?
Si un ministro ordenado perdona las ofensas con las que un ser humano ha pretendido romper su pacto con Dios, ¿puede hacerse intérprete del Dios de la Alianza en ese momento? ¿No es una osadía excesiva?
Al mismo Jesús quisieron pararle los pies los fariseos al decirle, escandalizados, cómo se atrevía a perdonar los pecados, cuando el único que puede perdonarlos es Dios, ¡solo Dios! Y, nosotros añadiríamos, que en la sociedad, solo la autoridad suprema puede conceder perdón, amnistía e indulto.
— “Et ego te absolvo a peccatis tuis”
El ministro ordenado –presbítero u obispo- no actúa sólo. La fórmula sacramental de absolución hace que una sencilla partícula -¡pero de suma importancia!- preceda a las palabras “yo te absuelvo”. Y esa sencilla partícula es “et”, que significa “y”. El ministro ordenado -al que llamamos confesor- no actúa ni aislada ni autónomamente. Él es el último de la fila, por así decirlo, el último servidor del perdón, el último eslabón necesario. Pero ¿qué secuencia le precede?
El ministro ordenado se sabe situado en el “ministerium Ecclesiae” (el ministerio de la Iglesia). Él sabe que participa, como servidor, en el servicio que le compete a toda la Iglesia, la comunidad de todos los convocados, la Esposa de Jesús, el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, el Santuario del Espíritu. El ministro ordenado detenta la representación eclesial y actualiza en sí mismo la ministerialidad, el servicio, que le compete a toda la Iglesia.
Ese presbítero que pronuncia las palabras “ego te absolvo” y que, mientras tanto, impone las manos, es la expresión sacramental de toda la Iglesia santa. Por eso, se expresa así: “Y yo”.
Pero la Iglesia tampoco es autónoma. Ella es la comunidad reunida por la Trinidad Santa de Dios. Ella es la expresión sacramental, simbólica de nuestro Dios. Si la Iglesia se atreve a ejercer el servicio del perdón, es porque se siente respaldada, autorizada, enviada para ello, por el mismo Dios.
— “Deus, pater misericordiarum”: “Dios Padre de las Misericordias”
Es maravilloso conocer que Dios es indulgente conmigo y me concede la paz, me restablece el equilibrio interior y me armoniza con todo el mundo, con todo el universo. Ese es el mensaje que me transmite el presbítero, el obispo, con su gesto y sus palabras de absolución. Dios Padre, el Abbá está de mi parte. El invisible se me muestra en la visibilidad del ministro ordenado y de la ministerialidad de la Iglesia, el Inaudible me habla a través de las palabras sacramentales. Dios Padre me reconoce una vez más como hijo suyo. Dios, al igual que el padre de la parábola del Hijo pródigo, repite sus gestos de acogida, perdón, inclusión en su fiesta, en mi propia persona.
Lo que Dios Padre hace conmigo, forma parte de su proyecto, su actividad permanente en la historia. Perdona porque es “Abbá”, porque actúa como “Padre”:
— “Dios no perdona con un decreto, sino con una caricia” (Papa Francisco).
A través del Sacramento del Perdón “reúne a sus hijos dispersos”, prepara la mesa de la fraternidad. Para refundar su Familia el Abbá actúa a través de “su Hijo único”, su hijo Jesús. A través de la muerte y resurrección del Hijo, reconcilió el mundo consigo y le restituyó su carácter filial. Todo el universo es filial, porque nace del Dios Padre Creador. Todo el universo es filial porque es re-creado por Dios Padre Reconciliador. Pero todo el universo, la nueva humanidad, es creada y re-generada a través de la Palabra, del Hijo único, de Jesucristo.
La acción salvadora del Abbá y del Hijo se interioriza en nosotros por obra de la santa Ruah, del Santo Espíritu. Su presencia santifica y destruye lo no santo, que en nosotros anida. El Espíritu con su viento acaba con las raíces del mal y hace posible que renazca en nosotros el hombre, la mujer que Dios soñó.
— Amen
Así concluyen las palabras sacramentales. En el Amén se descubre la verdad de toda verdad, la certeza de toda certeza, la fe de toda fe.
El Sacramento de la Reconciliación es buena noticia, la mejor noticia que uno puede escuchar. Cuando se celebra adecuadamente, se percibe cómo la Nueva Jerusalén va bajando del Cielo y nosotros vamos acercándonos a ella “absolución tras absolución”.
Pero quizá no hemos reparado suficientemente en el valor de la fórmula sacramental que el presbítero recita y en la que él es re-ubicado en un conjunto simbólico y misterioso. El presbítero no es el dueño del Sacramento. Ha de aprender a formar parte del acontecimiento sacramental. Y quien confiesa su pecado ha de reconocer en qué misterioso espacio es acogido.
— “Ego te absolvo”
Cuando escuchamos la fórmula solemne “Ego te absolvo” (“Yo te absuelvo”), nos sentimos introducidos en un mundo misterioso, conectados con la fuerza que todo lo origina y re-crea. Son palabras que caen sobre nosotros como un rocío, una nevada, un amanecer, un aire fresco, una serenidad gozosa. Marcan un paso, un tránsito, la superación de unos límites, la entrada en un ámbito de libertad.
Los seres humanos somos demasiado limitados, a veces enormemente miserables. Puede que no lo recoznocamos. Tal vez sea instintivo el justificarnos ante los otros y dar razón de cualquiera de nuestras acciones, por más brutal o indecente que parezca a los demás. En el fondo de nosotros, está la conciencia imperturbable, a la que ya no podemos convencer. Desde su morada interior, la conciencia nos dice la pura verdad y siembra en nosotros esa inquietud sorda que nos acompaña, hasta que escuchamos las palabras de absolución o de perdón.
Cuando hacemos el mal no somos libres, por más que nos empeñemos en ello. El mal se apodera de nosotros y nos ata, y re-ata.
Va poco a poco tomando posesión de nuestras zonas libres y las vuelve zonas de esclavitud. ¿Soy libre cuando me siento poseído por la susceptibilidad, la envidia o el odio hacia alguien, por la gula o la lujuria, por la ira o la avaricia, por la soberbia o la pereza? Los llamados siete pecados capitales son los señores que dominan secretamente la vida de muchos humanos, mi pobre y limitada vida. Por eso, ¡qué fantástico es poder escuchar las palabras “ego te absolvo”, yo te absuelvo”, “yo te libero de tus ataduras, yo te declaro libre.
El mal que se apodera de nosotros es, otras veces, público. Pone nuestra dignidad en entredicho. Alguien ha sido testigo del mal que hemos realizado y lo ha ido publicando. Las víctimas de nuestras malas acciones han reaccionado pidiendo justicia. En la sociedad civil o política se restablece la justicia a través de procesos legales y judiciales, de los cuales podemos salir con sentencia condenatoria.
En la Iglesia la sentencia es absolutoria, aunque se establezca que hemos sido culpables. No hay mal, ni pecado, por muy horrible que sea, que no pueda obtener el perdón y la amnistía. Por eso, en la madre iglesia, en todas sus comunidades resuena el “Ego te absolvo” diariamente.
En nuestras comunidades siempre hay perdón Jesús, nuestro Señor y Maestro, nos insistió en ello de modo muy especial. Quería que la disponibilidad para el perdón –¡setenta veces siete!, incluso- fuera señal distintiva. Jesús no se comprometió a asistir a nuestras sentencias condenatorias, sino que apoyó sin reservas nuestras actitudes de perdón y absolución.
Cuando el perdón se debe repetir tantas veces, esto nos indica que cada encuentro sacramental nos hace avanzar en un proceso de transformación. La Iglesia ha aprendido en su experiencia de siglos, que no basta un momento de absolución para toda la vida. Y sí, que las diversas absoluciones han de acompañar nuestro camino de seguimiento de Jesús a lo largo de la vida.
— “… a peccatis tuis”: ¿No es sólo propio de Dios?
Que un presbítero o un obispo se atrevan a perdonar nuestros pecados, ¿no es una osadía excesiva? Si un juez o magistrado absolviera a un culpable, ¿no se excedería en sus competencias?
Si un ministro ordenado osara perdonar delitos graves en la sociedad, en el matrimonio, en la familia, en las relaciones humanas, en la actitud de uno consigo mismo, ¿no estaría excediéndose en sus funciones?
Si un ministro ordenado perdona las ofensas con las que un ser humano ha pretendido romper su pacto con Dios, ¿puede hacerse intérprete del Dios de la Alianza en ese momento? ¿No es una osadía excesiva?
Al mismo Jesús quisieron pararle los pies los fariseos al decirle, escandalizados, cómo se atrevía a perdonar los pecados, cuando el único que puede perdonarlos es Dios, ¡solo Dios! Y, nosotros añadiríamos, que en la sociedad, solo la autoridad suprema puede conceder perdón, amnistía e indulto.
— “Et ego te absolvo a peccatis tuis”
El ministro ordenado –presbítero u obispo- no actúa sólo. La fórmula sacramental de absolución hace que una sencilla partícula -¡pero de suma importancia!- preceda a las palabras “yo te absuelvo”. Y esa sencilla partícula es “et”, que significa “y”. El ministro ordenado -al que llamamos confesor- no actúa ni aislada ni autónomamente. Él es el último de la fila, por así decirlo, el último servidor del perdón, el último eslabón necesario. Pero ¿qué secuencia le precede?
El ministro ordenado se sabe situado en el “ministerium Ecclesiae” (el ministerio de la Iglesia). Él sabe que participa, como servidor, en el servicio que le compete a toda la Iglesia, la comunidad de todos los convocados, la Esposa de Jesús, el Cuerpo de Cristo, el pueblo de Dios, el Santuario del Espíritu. El ministro ordenado detenta la representación eclesial y actualiza en sí mismo la ministerialidad, el servicio, que le compete a toda la Iglesia.
Ese presbítero que pronuncia las palabras “ego te absolvo” y que, mientras tanto, impone las manos, es la expresión sacramental de toda la Iglesia santa. Por eso, se expresa así: “Y yo”.
Pero la Iglesia tampoco es autónoma. Ella es la comunidad reunida por la Trinidad Santa de Dios. Ella es la expresión sacramental, simbólica de nuestro Dios. Si la Iglesia se atreve a ejercer el servicio del perdón, es porque se siente respaldada, autorizada, enviada para ello, por el mismo Dios.
— “Deus, pater misericordiarum”: “Dios Padre de las Misericordias”
Es maravilloso conocer que Dios es indulgente conmigo y me concede la paz, me restablece el equilibrio interior y me armoniza con todo el mundo, con todo el universo. Ese es el mensaje que me transmite el presbítero, el obispo, con su gesto y sus palabras de absolución. Dios Padre, el Abbá está de mi parte. El invisible se me muestra en la visibilidad del ministro ordenado y de la ministerialidad de la Iglesia, el Inaudible me habla a través de las palabras sacramentales. Dios Padre me reconoce una vez más como hijo suyo. Dios, al igual que el padre de la parábola del Hijo pródigo, repite sus gestos de acogida, perdón, inclusión en su fiesta, en mi propia persona.
Lo que Dios Padre hace conmigo, forma parte de su proyecto, su actividad permanente en la historia. Perdona porque es “Abbá”, porque actúa como “Padre”:
— “Dios no perdona con un decreto, sino con una caricia” (Papa Francisco).
A través del Sacramento del Perdón “reúne a sus hijos dispersos”, prepara la mesa de la fraternidad. Para refundar su Familia el Abbá actúa a través de “su Hijo único”, su hijo Jesús. A través de la muerte y resurrección del Hijo, reconcilió el mundo consigo y le restituyó su carácter filial. Todo el universo es filial, porque nace del Dios Padre Creador. Todo el universo es filial porque es re-creado por Dios Padre Reconciliador. Pero todo el universo, la nueva humanidad, es creada y re-generada a través de la Palabra, del Hijo único, de Jesucristo.
La acción salvadora del Abbá y del Hijo se interioriza en nosotros por obra de la santa Ruah, del Santo Espíritu. Su presencia santifica y destruye lo no santo, que en nosotros anida. El Espíritu con su viento acaba con las raíces del mal y hace posible que renazca en nosotros el hombre, la mujer que Dios soñó.
— Amen
Así concluyen las palabras sacramentales. En el Amén se descubre la verdad de toda verdad, la certeza de toda certeza, la fe de toda fe.
El Sacramento de la Reconciliación es buena noticia, la mejor noticia que uno puede escuchar. Cuando se celebra adecuadamente, se percibe cómo la Nueva Jerusalén va bajando del Cielo y nosotros vamos acercándonos a ella “absolución tras absolución”.
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